Las estadísticas oficiales, tan repasadas estos días de furia, demuestran que los afroamericanos tienen muchas más probabilidades de terminar como los enterradores o enterrados de la isla Hart. Es decir, cárcel o pobreza. De hecho, el peor estallido racial sufrido por el gigante americano en medio siglo (desde el asesinato el 4 de abril de 1968 de Martin Luther King) debe entenderse también como la consecuencia de una profunda y dolorosa crisis de desigualdad.
Estas esperanzas divergentes se han visto agravadas por la pandemia de coronavirus. De forma desproporcionada, los afroamericanos (y también los hispanos) sufren la peor parte del Covid-19. Ya sea por tasas de infección y mortalidad superiores a la media o como damnificados por la subsecuente crisis económica. El propio George Floyd sería un ejemplo perfecto de estas disparidades, no solo en cuanto a brutalidad policial, sino también por haber pasado el coronavirus y encontrarse sin trabajo cuando fue letalmente detenido el pasado 25 de mayo en Minneapolis.
De acuerdo a The Economist, aunque los miserables guetos contra los que luchaba Martin Luther King ya no existen como tales, EE.UU. se mantiene profundamente segregada tanto por clase como por raza muy a pesar de haber sido fundado con las mejores intenciones igualitarias: «La convergencia de oportunidades entre la América blanca y negra ha sido lenta y difícil, y en algunos lugares, puede haberse detenido por completo. La brecha en la riqueza de los hogares, diez veces mayor para blancos que para negros, no ha cambiado».